Autobiografía de un lector

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[Cuento :: Guillermo Portela]

 

En un típico mediodía húmedo de Buenos Aires, el 18 de Noviembre de 1965 vine al mundo aureolado de ser el primer varón de la familia nacido en el país, estigma que me obligaba a la real tarea de perpetuar el apellido. A mamá poco le importaba su ascendencia inglesa de familia de terratenientes patagónicos venidos a menos. Papá, gallego y falangista, no sabía que arrullaba entre sus brazos un potencial republicano, tema de futuras y eternas discusiones. Crecí en la vida acomodada que podía permitirse por esa época el hijo de un obrero calificado, mas mi padre, que siempre profesó la humildad como máxima virtud pero gustaba de contradecirse cada vez que podía, alardeaba de que le compraba zapatillas Adidas a sus hijos.

No recuerdo como, si fue balbuceando distraído los versos del Piu Avanti, o con los cuentos de Quiroga, o tal vez El Matadero de Echeverria, pero fue de seguro por los doce años cuando promediaba el primer año del secundario, que comprendí que había letras más allá de las que poblaban los globitos que salían de las cabezas coloridas de los héroes de historieta. Tiempo después, cuando aún discurría si me afeitaba o no esa pelusa precoz que me decoraba el labio superior, no se de donde me vino la idea, tal vez fue Stevenson y sus mares de aventura o Conrad y sus anacoretas perdidos entre tribus exóticas los que excitaron mi imaginación, lo cierto es que me procure valiente quizás cuando no lo era y emprendí un vuelo cuando aún carecía de plumas. Mi familia me tildaría de imprudente. Pronto habría de volver con un fugaz matrimonio frustrado y una rara enfermedad de mal pronóstico que llevaría mi historia clínica a la fama entre la sociedad científica. Cruenta fue la cura y cruenta fue la espera y el encierro. Por esa época el cine de Subiela me acercó a Girondo y Benedetti, y saltando con La Maga llegué al cielo donde me esperaba un Borges que me habló de Hesse y de Shakesperianos dramas. Luego, empecinado, me perdería, cual Ulises, en innumerables paginas de Joyce, confieso, sin ningún pudor, nunca lo entendí. He de confesar también que con Platón, Descarte y Nietzche me perfumé de filósofo, me hice presuntuoso y tomé fama de discutidor entre mis amigos. Pecados de la edad supongo.

Es verdad que cedí a presiones y en días descoloridos alterné trabajo con estudio. Pero más tarde, con el bagaje de una enfermedad controlada pero latente, comenzaría cada día como si fuera el último. Hay algo liberador en el desparpajo de la incertidumbre, eso sí, siempre supe que la curiosidad me movía. Natural en mí era una tendencia al vagabundeo y contradiciendo el mandato paterno, que imponía el hogar y la familia, y a riesgo de pintarme de oveja negra e imprudente, inicie nuevos viajes. Nunca dejó de acompañarme un libro. Como un juego me lo imponía, había que leer El Quijote cada noche en las comarcas de Andalucía, embeberme del Dante en las ruinas donde un Rómulo se nutrió de la loba o desojar los versos de Vallejo por los polvorientos caminos del altiplano.

Borges dijo: “No sé si soy un buen escritor, pero un buen lector sí, lo cual es más importante” No faltan lúcidos que encuentre en eso la falsa modestia borgiana, yo discrepo, así como siempre hay un huevo que antecede a la gallina del lector saldrá el escritor.

Dice por ahí, el imaginario popular, que en el segundo que precede a la muerte pasa toda la vida frente a nuestros ojos, pero ¿qué pasaría si el universo conspirara?, ¿si todas las fuerzas que en lo aleatorio actúan nos sorprendieran?, ¿si ese segundo se convirtiese en una décima o una centésima y solo habría tiempo para unos pocos recuerdos?, pues entonces, frente a mis ojos, no habría mas que libros y viajes alternados entre uno que otro ser amado. Estas escuetas líneas no han querido ser más que eso, un relámpago frente a los ojos en el ocaso, ya que no creo que estas modestas excentricidades mías, por llamarlas de algún modo, merezcan algún día la atención de biógrafo alguno, así que desisto de ese honor y me consuelo con el hecho de alguna vez haber elegido lo imprudente.

Guillermo Portela, estudiante de Letras de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín

Categorías: La letra descarriada