Las cosas que perdimos en el fuego

[Paula Pico Estrada]
A veces, cuando llega la hora de apagar las pantallas y dar por terminado el día, siento cierta desazón. Durante estas dos últimas semanas, sin embargo, me acordaba de que tenía Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 197 págs.) sobre la mesa de luz y me sentía tan ilusionada como si fuera de mañana. Hay varias razones por las que el libro de cuentos de Mariana Enríquez me gustó muchísimo.
1. Está muy bien escrito. La prosa construye la atmósfera de cada cuento, sin buscar protagonismo sobre los personajes ni sobre la trama. Se hace invisible en el mejor de los sentidos, el de darle forma precisa al contenido y una voz adecuada a cada narrador. Apenas uno empieza a leer, está adentro del cuento, no solo para saber qué pasa sino habitando con todos los sentidos su ambiente.
2. Es aterrador. Hubo por lo menos tres cuentos cuya lectura tuve que interrumpir porque sabía que no me iban a dejar dormir: “La casa de Adela”, “El patio del vecino” y “Bajo el agua negra”. Hace años que ni siquiera Stephen King me asusta así. (La última vez fue en 1987, cuando compré Eso en una parada del ómnibus que me llevaba a la Patagonia y no pude pegar los ojos en lo que quedaba del viaje.)
3. Descubre una doble dimensión del horror, porque combina el género fantástico con el realismo social. La racionalidad aparente del mundo cotidiano no es perturbada por la irrupción de lo sobrenatural, sino por el protagonismo que Enríquez da a nuestros hermanos, a cuyo lado pasamos todos los días con los ojos bien cerrados: niños que se prostituyen, madres adolescentes que viven en la calle, víctimas desaparecidas en democracia por la violencia policial. A partir de ese horror diario, Las cosas que perdimos en el fuego engendra el horror sobrenatural, que nos obliga a mirar de nuevo lo que hemos convertido en rutina.
4. Es muy argentino, a la vez que excede los límites de cualquier país. Cada cuento tiene las raíces bien plantadas en escenarios locales: el barrio porteño de Constitución, la ciudad bonaerense de Lanús, el Riachuelo, el departamento riojano de Sanagasta, la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay. No son escenarios decorativos: el calor, el frío y los olores forman parte de la trama de la historia, del mismo modo que el trasfondo político y social. Por esto mismo, la pluma nunca vira hacia lo pintoresco. Los lectores argentinos reconocemos nuestro país a través del país literario que crea Enríquez. Los extranjeros van a conocerlo de un modo parecido al que los lectores de la narrativa rusa del siglo XIX creemos conocer esa época y ese país.
5. La mayoría de las referencias literarias están escondidas e incluso las que son deliberadamente obvias no obstruyen el efecto que el cuento produce por sí mismo. (El homenaje a Lovecraft es uno de los cuentos más argentinos y más terroríficos del libro.) Enríquez no busca mostrar al lector cuánto ni qué leyó: no busca mostrarse ella. La autora desaparece detrás de su criatura y, con generosidad, le permite que se luzca.
6. Las casas son las protagonistas de muchos de los cuentos. Es la razón más arbitraria por la que el libro me gustó, pero sin arbitrariedad no hay gusto. La filosofía estoica acuñó un término, oikeiôsis, para designar el impulso primario de atracción hacia aquello que nos pertenece. Durante los días en que me acompañó Las cosas que perdimos en el fuego, me rondaba la palabra oikeiôsis, junto con la palabra de la que proviene, oikos, casa familiar. Un libro en el que uno se reconoce es eso, una casa propia, un espacio en el que está todo aquello que a uno le pertenece. Porque quería reencontrame con esas cosas mías era que me alegraba tanto volver cada noche a los cuentos de Mariana Enríquez, aunque muchas veces no me dejaran dormir.
Paula Pico Estrada es doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA), docente de Filosofía Medieval en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y directora editorial de Ediciones Winograd.