Los oradores

Publicado por Guillermo Portela en

Cuento :: Nicolás Ricci
Ilustración :: SACHA

* Cuento ganador del Concurso Leónidas Lamborghini de la Municipalidad de Hurlingham

guille llaves (1)

Venía pensando lo mismo desde su casa: «¿Por qué me mandan a mí? ¿Yo qué tengo que ver?». Inclusive lo había preguntado el día anterior en la oficina, aunque no a las personas adecuadas.

—Y… vos viste cómo es la gerencia —fue la respuesta del ordenanza.

Al llegar, pensó con alivio que no se había equivocado con la ropa. Los hombres que estaban frente al edificio vestían, como él, traje y corbata. Antes de bajar del coche, un Duna blanco con abolladuras aquí y allá, miró a los que entraban y notó que no llevaban maletines. Decidió dejar el suyo, y bajó. Sintió cierta vergüenza al comparar su coche con los demás (algunos con chofer esperando y todo). Evaluó la posibilidad de volver y estacionar a una o dos cuadras. «Al carajo», se dijo con pereza o rebeldía.

Enfrentó las altas puertas de hierro con ventanas opacadas, un poco coloniales. Consultó su reloj y se dispuso, a riesgo de llegar ocho minutos tarde, a fumar un último cigarrillo. Lo arrojó antes de terminarlo.

Lo recibieron, en perfecto silencio, dos jóvenes. Antes de que lo dejaran preguntar nada, un muchacho que no había visto apareció de un costado y le dijo con una voz de cuchicheo de misa:

—¿El señor?

—Paretto… Mariano.

—Primer piso, señor Paretto.

De mala gana, maldiciendo a todos por dentro, sobre todo al muchacho que se le había acercado demasiado al oído, subió la escalera.

Arriba encontró un salón, y en él, a un hombre que estaba dando un discurso. Su voz apenas alcanzaba a los presentes, que serían más de cuarenta. El recinto era bastante grande, pero no más que un patio escolar. Paretto, con un gesto ociosamente nostálgico, lo comparó mentalmente con los salones que utilizan las colegialas para festejar sus quince años. Vio las caras a su alrededor y advirtió que no denotaban el más mínimo desconcierto. Lamentablemente, una vez más en la vida, el único perdido era él. Intentó acercarse a un grupo cualquiera y permanecer callado, pero sujeto al destino compartido de los demás (los que sí sabían qué estaban haciendo). Lamentó no tener con él su maletín. Allí había papeles que, si bien no lo ayudarían, acaso podían justificarlo: algunas cifras y resúmenes de los proyectos realizados en su puesto anterior, unas cartas de felicitación o recomendación para el ascenso, un instructivo bastante breve sobre las tareas generales de su nuevo puesto. Se resignó a escuchar el discurso, que discurría sin emoción, con trunca retórica:

—En estos años, específicamente, el parque automotor ha coaccionado un set de maniobras estratégicas, en función de un reequipamiento competitivo paralelo, de orden prioritaria, junto a las empresas del Uruguay, para salir de la faceta inmovilista en que los mercados han estado sumergidos.

Paretto frunció su rostro al sentir el visceral desagrado por ese lenguaje plástico. Las palabras “un set de maniobras estratégicas” le dolían en el vientre. El orador concluía:

—Y, por eso mismo, ya hace su aparición el licenciado en Relaciones Públicas, el señor Augusto Lombardi, quien precisará los señalamientos necesarios de la cuestión tipificada según el imperativo de la hora.

Se oyó un breve aplauso formal.

Mientras Lombardi se acercaba, cojeando, al estrado, que no era más que una tarima alfombrada con un atril de madera oscura y un micrófono, Paretto calculó que este conferenciante no podía ser peor que el anterior. «Menos mal —se dijo— que llegué tarde». El tal Lombardi tomó la palabra.

—En el primer bimestre del año en curso, he visitado tres distintas plantas industriales en Brasilia y alrededores, con el fin de actualizar las negociaciones sobre el balance cambiario del año pasado. Nuevas inversiones se han realizado, conformando un joint venture cuyo objetivo es amplificar la producción, como coeficiente dinámico integrado.

Cada giro, cada palabra, era ofensiva para Paretto. Miró a los demás oyentes, acaso en busca de otro rostro malhumorado. Dos cosas lo sorprendieron. La primera fue que no había refrigerios de ningún tipo. La segunda, que junto al estrado hubiera una fila, una larga fila, de señores serios. Extrañamente, la fila daba vueltas caprichosas, serpenteando a través de todo el salón. Aun más extrañamente, la fila terminaba en él. Estaba temblando ante una idea desagradable cuando apareció tras él un hombre canoso, con el rostro satisfecho; Paretto reconoció al primer orador, que había dado la vuelta para volver a hacer la fila. Lo miró asustado. El orador le sonrió levemente y le puso una mano en el hombro. Nunca había podido soportar que lo tocara un extraño; si un compañero de oficina le tocaba el brazo para enfatizar un comentario, él debía hacer fuerza para que el alma no se le saliera por los ojos.

—Parece difícil al principio —admitió el orador—, pero después la lengua se le suelta. Va a ver que se queda con cosas para decir.

Paretto no contestó nada. No podía, porque en ese momento un profundo escalofrío lo recorrió. El tal Lombardi, mientras tanto, hablaba, en los altoparlantes, tan tediosamente como el primero. De pronto, el hombre delante de Paretto dio un paso adelante. Instintivamente, él también dio un paso, acercándose a la fila. Recién entonces comprendió que poco a poco todos adelantaban un lugar para cubrir el espacio que Lombardi había dejado libre. «Mierda», pensó, al tiempo que comenzaba un nuevo aplauso. Lombardi había abandonado el estrado y se aproximaba rengueando al primer orador. Paretto volvió a temblar al ver que se ubicaba detrás, al final de la fila. Con mal ocultado horror, vio que un tercero comenzaba a hablar. A sus espaldas, Lombardi y el primer orador se felicitaban.

—Ha sido una magnífica idea, Herrera.

—¡Y qué concurrencia! Aquí, el señor —dijo Herrera, colocando su mano otra vez en el hombro de Paretto—, ha llegado un poco tarde, lamentablemente. Pero no importa, hay tiempo.

—Hay tiempo —corroboró el tal Lombardi con una sonrisa chocha.

Ideas extrañas surgían en la desesperación de Paretto. Pensó: «Nunca saldré de aquí. Estoy perdido. La fila es infinita. Infinita por circular. Los oradores del tedio discurrirán eternamente. Llegará mi turno, de aquí a unas horas. No perdonarán que no tenga qué decir. Quién sabe lo que me harán. Pero para entonces falta tanto… Habré escuchado a todos, los cuarenta o cincuenta. Perderé el juicio, como ellos lo perdieron». Y concluyó: «Acaso para entonces las palabras fluyan a montones».

Se frotaba ansiosamente las manos sudadas. Comenzó a mirar a su alrededor, con disimulo evidente. Grandes cortinados, de rojo ceremonial, velaban las únicas dos ventanas. Toda la iluminación provenía del alto techo, de dos arañas que colgaban. La luz era tenue y nadie podría haber adivinado que afuera eran las diez de la mañana, que el sol brillaba su cálido candor, que el cielo apenas ofrecía unas pocas nubes blancas que esperarían allí a quien, ocioso, le impusiera formas. Adentro, el ambiente templado y la confusión —sumado a los hechos recientes— agitaban ya a Paretto. En su inspección, lo alegró no encontrar otra puerta que aquélla por la que ingresó, que ahora, desde luego, estaba cerrada. Conjeturó una posibilidad de escape.

—Disculpe —dijo a Herrera—, necesito pedirle un favor. ¿Podría cuidarme el lugar? Debo ir al baño y no quisiera que alguien lo ocupe en mi ausencia.

Paretto se felicitó íntimamente. Herrera pareció dudar un instante; consultó con la mirada a Lombardi. Éste acotó:

—Lo acompañaré. El señor Herrera nos cuidará el lugar a los dos.

«Claro, en el cine nunca es tan fácil», se dijo Paretto. Lombardi agregó:

—Además, debo indicarle dónde están las instalaciones. Sígame.

Ambos caminaron hacia la puerta; unos diez, doce pasos que Lombardi retardó con su cojera. Paretto sintió un alivio al dejar la fila atrás. Volvió la vista y notó que Herrera los seguía mirando fijamente. El orador de turno seguía en un tono sin fuerza, como una maquinita:

—…para aclarar estos asuntos, invito solemnemente al titular de franquicia de la cartera exterior, que nos trae noticias con respecto a la suba inesperada de…

Paretto no oyó más. Había cerrado la puerta tras de sí. Lombardi le señaló el final del pasillo.

—Allí.

Y siguieron caminando juntos. Al pasar por la escalera, Paretto tuvo que aniquilar una idea desagradable. Antes de llegar al baño, comprendió que, si entraba, no quedaría otra opción más que atacar a su acompañante. Comprendió que las opciones estaban afuera. El baño de seguro era un espacio reducido en el que sería fácil y enojosamente vigilado. Consideró la posibilidad de fingir un desmayo, pero la descartó al conjeturar que no sería creíble sin un buen golpe en la cabeza. Además, no quería hacer un escándalo. Le hizo gracia ese último decoro ante el peligro de la demencia y, en última instancia, de la muerte. Se imaginó siendo envuelto por una serpiente constrictora y, por pudor, pidiendo socorro en voz baja, con un vago gesto displicente.

Pero ahora su problema era Lombardi, orador aficionado y, al parecer, organizador de esta burocrática orgía del tedio y el sopor, que los esperaba. Sólo quería escapar, estar lejos de esos hombres y esos muros y esos pasillos que se habían conjurado para enloquecerlo. Pocos pasos faltaban ya y, caminando aún a espaldas de Lombardi, calculó que no sería muy difícil derribarlo.

Lombardi sacó del bolsillo unas llaves y procedió a abrir la puerta del baño. Invitó a pasar a Paretto y luego entró él. Paretto simuló usar las instalaciones y al rato llegó al lavabo y abrió la canilla. Mientras, Lombardi, vuelto hacia un mingitorio, silbaba una melodía corta que, una y otra vez, recomenzaba. Sintió una sensación de alivio al ver el agua correr. Quiso quedarse así, viéndola irse sin obstáculos. Apoyó las manos en el mármol frío. Junto a él, en una esquina, una pesada fuente enmohecida llenaba, con su murmullo, el breve recinto. La paz se había desvanecido. Paretto clavó con asco la mirada en la fuente: el agua que caía se perdía en tubitos subterráneos, y volvía a salir. Trató de ignorarla. Allí, frente al espejo, temió la imposibilidad de una salida. ¿Y si todo era inútil? ¿Si los organizadores habían previsto todo y no había qué hacer para burlarlos? ¿Si volvía a la fila? La eterna cadena de eslabones fijos le guardaba su lugar, y acaso no bastaba con romper la cadena, pues siempre habría un eslabón que lo aferrara y lo obligara a la herrumbre; eso era Lombardi. Temió que las metáforas apuraran su locura. Se imaginó volver. Los discursos lentamente le ganarían. Empezaría a escucharlos, a entender, a interesarse, se contagiaría de esa terminología de grandes capitalistas y, a la larga, su turno llegaría. Subiría al estrado, que resultaría mucho más alto de lo que parecía desde abajo; allí, la altura y la amplificación del micrófono —que tomaría el sonido de una tos tímida y lo transformaría en el estruendo de la garganta de un apóstol que se prepara—, lo llenarían de la euforia de un Dios nuevo. Y hablaría, sin titubeos, convencido de su delirio: «Unas palabras deben ser clarificadas sobre el alcance de las medidas posibilistas del último trimestre en base a la implementación del nuevo organigrama y sus implicancias más recientes. Por otro lado, atento al problema asistencial, todos saben que será nuestra misión transparentar la cuantificación de recursos humanos, como pide el vertebramiento organizacional, ni más ni menos, para viabilizar prontamente una solución. Para ello, es necesario antes referirme a la infraestructura económica regional, que, importaciones abiertas o cerradas, es siempre panorama a optimizar en vistas a un modelo lineal estratégico…».

—Paretto —la voz de su acompañante interrumpió sus cavilaciones—, ¿volvemos?

—Me parece que si lo sigo pensando no lo hago más —dijo Paretto, quizá sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.

Lombardi ha de haber tardado unos segundos en comprender; ha de haber sido primero la confusión por los gestos de Paretto; luego el temor instintivo ante los movimientos rápidos; luego el dolor del puntapié en su rodilla mala —un dolor antiguo, lleno de recuerdos, que subía por su espina y le reventaban el cerebro. Ciego por el dolor, quizá no vio a Paretto arrancar la fuente de su rincón, ni vio los chispazos bajo el mármol. Sólo habrá sentido el golpe en la cabeza, antes de perder el conocimiento. Sin duda, postrado en el piso del baño, entre los charcos y los pedazos de porcelana, no pudo ver a Paretto cerrar la puerta con llave desde afuera, ni luego oírlo correr escaleras abajo.

Éste, a su vez, sabía que contaba con poco tiempo. Bajó corriendo el primer tramo de la escalera, pero luego procedió con sigilo.

Abajo, a primera vista, no había nadie. Sin embargo, continuó con cuidado. Desde el último escalón—con el último vestigio de una situación ventajosa— buscó gente en el vestíbulo, que era pequeño y continuaba en un pasillo largo hasta los fondos. Vio al final de ese pasillo a un hombre de espaldas, fumando, vuelto hacia lo que parecía ser un jardín interior. La puerta del edificio estaba cerrada, tal vez sin llave. Si salía por ahí sería visto por el fumador, y eso quizá resultaría en una persecución. Nada importaba; correría lo necesario. Ya se había decidido cuando oyó voces apagadas que venían de la calle; eran voces jóvenes, no muy comprometidas con aquello que decían, y que se detenían en la puerta, sus siluetas borrosas en el vidrio esmerilado. Paretto sintió el rumor de unas llaves. Tuvo poquísimo tiempo para atravesar el vestíbulo y meterse en la primera de las puertas laterales que se extendían por el pasillo. Cerró suave pero firmemente y se dispuso a escuchar. Las voces hablaban de fútbol. Las voces eran dos. Las voces arrastraban sillas y tomaban asiento en pleno vestíbulo. «Definitivamente, los que me recibieron», se dijo Paretto, sentado en el suelo, con la espalda contra la puerta que lo separaba de las voces.

Ahora debía llegar al final del pasillo, pues la entrada estaba prohibida. Recién entonces comprendió que si hubiese intentado abrir la puerta principal, segundos antes, si las voces no hubiesen llegado, el ruido patético de sus intentos por abrir una pesada puerta con llave hubiese despabilado al fumador. Por un segundo, se creyó afortunado. Después recordó que los afortunados estaban afuera. Pensó en el afuera, al que él pertenecía. Los compañeros de la empresa. Los jefes, que últimamente lo miraban con tan buenos ojos. El reciente ascenso, inexplicable. Y se detuvo. «Claro, me mandaron porque sabían que me mandaban al horror», pensó, mientras sentía que cada músculo de su cuerpo se tensaba con ira. Creyó que no soportaría en silencio, que gritaría. Se mordía los nudillos con fuerza. De repente, sintió un escalofrío y suspiró, sintió un placer casi físico por el espanto que vivía y por su impotencia. Se incorporó. Acaso ya no respondía por sí mismo. Las ideas desagradables que había espantado ahora lo guiaban. Abrió la puerta.

Miró las caras jóvenes y estúpidas que lo habían recibido en silencio. Los tres (el fumador se les había sumado) lo vieron con estupor salir de una oficina que ni siquiera habían considerado vigilar. Una pausa no breve se extendió, hasta que el más joven de los tres se atrevió a preguntar:

—¿A dónde va?

Paretto sostuvo el silencio unos instantes, dejando en claro que no se sentía amenazado por la pregunta, que, por otro lado, no era ni cortés ni grosera. Luego de acomodarse el saco (había estado en el suelo), dijo con gravedad:

—A dar mi discurso.

Avanzó sin pedir permiso. Nadie lo detuvo. Subió las escaleras sin apuro y sin vacilación. Varias decenas de escalones después, y unos pasos a la izquierda, y estaba nuevamente frente al baño. Ningún ruido salía de él.

Dudó un segundo antes de tomar las llaves. Al entrar, vio a Lombardi en el suelo, tomándose con las dos manos la pierna lastimada.

—Ayúdeme, carajo…

Curiosamente, no había reproche en su voz; sólo impotencia. Quién sabe qué pensó al ver a Paretto acercarse blandiendo el manojo de llaves como un puñal. Una escena bastante ridícula. Al menos hasta que una llave penetró en su cuello. Se habrá intentado defender. Se habrá enorgullecido de hacerle caer a Paretto las llaves. Y habrá lamentado que su joven atacante fuese tan determinado, cuando sintió las manos del otro intentando estrangularlo. Habrá habido una lucha, pero Lombardi estaba adolorido y cansado y se sentía viejo. Y, más aun, la alegría que su discurso le había procurado no se extinguía, y lo disponía a la pasividad, a la mera contemplación.

Unos instantes después, Paretto contemplaba el cadáver de Lombardi. Le extrañó no sentir pena. Sus manos ensangrentadas no temblaban. Imaginó a Herrera impacientándose en el salón, y le gustó hacerlo esperar. Se lavó pausadamente las manos y el rostro; ante al espejo, pero sin mirarse. Quizá sin advertir que su reflejo también estaba ahí. Luego salió al pasillo, dejando atrás a Lombardi. Decidido, cerró con llave el baño.

Caminó con paso lento, frenando ante la puerta del salón. Giró el picaporte y se dijo: «Acabo de matar a un hombre. Liberado del estorbo de la inocencia y la razón, ahora soy peor que ellos». Miró desde el umbral la inmensa fila, que seguía del mismo tamaño. A unas diez personas del estrado —en el que un señor calvo daba un discurso—, Herrera le hacía señas. Paretto cerró la puerta y se encaminó hasta su lugar. No hubo palabras cuando estuvieron frente a frente, sólo la mirada adusta de Paretto y el ruido decidor de las llaves que habían sido de Lombardi. Había manchas de sangre, orgullosas como condecoraciones, en el traje oscuro de Paretto. Herrera miraba con pálido temor aquel gesto impasible, que le sostenía la mirada. Paretto guardó las llaves en el bolsillo del saco y se ubicó en la fila, dándole la espalda a Herrera. Estuvieron en silencio, sin poder escuchar las palabras del orador de turno; uno, pasmado, sin atreverse a decir nada; el otro, asumiendo su nueva posición. Poco después, Paretto se volvió y dijo en tono autoritario:

—Va a ser necesario que habiliten otro baño. Vaya a gestionarlo.

Herrera, luego de un titubeo, obedeció.

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