Abre tus ojos
Escudriñó un techo abismal, comprobó un desierto que la aturdía, prefirió apretar los ojos.
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Tendría unos veinte años, no era ni alta ni baja, tampoco muy bonita, aunque el desordenado cambio de la adolescencia no había mermado sus bellas proporciones. Se movía con la gracia de una niña. No era un día frío, pero cuando llegó a la estación pensó que hubiera sido mejor traer un abrigo, sobre todo para después del ensayo. Llevaba el cabello recogido en un rodete, pollera y una remera que le dejaba un hombro al descubierto del que pendía una cartera. Bajó los escalones del puente peatonal hacia el andén dando pequeños saltos para terminar con una cabriola y una genuflexión ceremoniosa. El guarda carraspeó para sacarla del ensueño y pedirle el boleto; ella se lamentó, acaso hubiese esperado contar con más público. La bocina del tren que ya ganaba la estación la asustó y le hizo apretar los ojos.
***
De ese parpadeo, que duró más de lo que la naturaleza requiere, abrió los ojos al paisaje impresionista que la descascarada pintura blanca y las manchas de humedad sombreaban en el cielo raso del frígido hospital.
Manos impávidas que la tocaban y voces de mujeres terminaron de despabilarla.
-La 104 está bien, pero en un ratito hay que cambiarle el suero- voceó una alejándose.
-Hola linda ¿cómo te sentís?- susurró una cara pintarrajeada.- ¿duele no? bueno ahora vienen a hablar con vos y después te pongo un calmante ¿sí?-y salió de la pieza para gritar -¡la 104 esta despierta!-
Entonces entró una mujer gris abrazando unas carpetas. Unos anteojitos diminutos le montaban la punta de la nariz.
-Hola ¿Cómo te llamás? ¿No te acordás? Bueno, mira, te robaron la cartera y estamos tratando de identificarte así podemos avisar a tu familia, pero esto es lento. Más tarde, van a venir a tomarte las huellas digitales. Vos descansá y si te acordás…cómo te llamas o… donde vivís, nos avisás ¿Sí linda?-dijo con fingida tranquilidad y le posó su mano en las suyas antes de irse.
Sin más pasado en la memoria que esos minutos en la estación y la bocina del tren que la catapultaba al hospital, la tarea de indagar en el subconsciente la abrumaba.
-De cualquier manera todos se empecinan en llamarme “La 104”- caviló resignada. La aterraba morir en el hospital y pasar al olvido, con la facilidad que tiene para eso alguien que sólo se llama “La 104”.
La enfermera volvió para inyectar algo en el suero, y con la morfina el cielo raso mutó. Las manchas de humedad se metamorfosearon en querubines, las cascaritas algo despegadas de pintura se le antojaron tutús de un sinnúmero de bailarinas y los pasos que llegaban del pasillo tomaron un ritmo cadencioso, tal vez Mendelssohn, tal vez Haendel, e invitaron al baile. Los ángeles se divertían en una hamaca y un Cupido lanzaba flechas por sobre las bailarinas que recorrían la escena en puntas de pie para que estalle el público que se agolpaba. De entre las bailarinas se pudo reconocer ella encabezando la larga fila. Ella, Ángeles, Ángeles Le Gless. Poco a poco los querubines fueron envejeciendo y las flechas de Cupido se hicieron flácidas; las danzarinas volvieron a ser pintura y los palcos una viga del techo; la humedad volvió a ser humedad y Ángeles una certeza.
Chilló la puerta y con una ráfaga entró la enfermera.
-¿Cómo está la 104?-dijo por costumbre.
-Soy Le Gless, Ángeles Le Gless -contestó haciendo un gran esfuerzo y no faltaba orgullo en sus palabras.
-¡Muy bien!-sonrió la enfermera- Le Gless…Le Gless…Ángeles Le Gless, me suena-musitó frunciendo el seño.
-Me duelen mucho las piernas- irrumpió el ruego desde la cama 104.
La enfermera, que doblaba unas sábanas, titubeó y dejó de hacer lo que estaba haciendo.
-Me duelen las piernas-insistió Ángeles.
-El doctor dice que hay que bajar la dosis de analgésico, no te puedo dar más- apuró la enfermera antes de salir huyendo.
-¡Pero me duele acá!-aseveró Ángeles y se llevó la mano hasta debajo de la ingle para tocar la sábana y el colchón.
Ilustración::SACHA
Cuento::Guillermo Portela