Un minuto después
Cuento :: NICOLÁS RICCI
La imperfecta curvatura del cigarrillo aplastado y la tensión de los labios, algo rígidos, algo temblorosos. El roce impercibido de los bigotes contra la mitad prominente del filtro color madera. Inmediatamente, un ruido que crece y que recorre la punta de la brasa, a medida que el tabaco se chamusca. La combustión que se acelera cada vez que la brasa llega a los finos círculos oscuros que ciernen, paralelos, el papel. Luego, el humo que sube.
Dos dedos grandes alejan el cigarrillo, despejan la zona y se pierden más abajo. De la nariz, en un soplido extenuado, el humo baja también, con apuro, para luego, sin apuro, comenzar a subir. La sucesión se repite cuatro, cinco veces, sin cambios, salvo el cigarrillo que se acorta. A la sexta o séptima pitada, el calor llegar a los dedos. Pronto el humo, que sube, entra en los ojos, enrojeciéndolos un poco más, forzando un lagrimeo distraído. Todos los músculos de la cara se contraen en otro espasmo violento, arrugando la piel sudada. Una mano sin cigarrillo, la otra, repasa el sudor como intentando secarlo y, sin éxito, apenas lo remueve. Al alejarse esa mano, la del cigarrillo sube y de nuevo se oye, aunque él no lo oye, el crepitar del tabaco ardiendo. Los dos dedos sienten claramente el calor de la brasa y, asqueados, deciden ultimarla. La mano se aleja del cuerpo por primera vez desde hace unos minutos largos y pesados, para dar luego contra un cenicero de vidrio que ya ha perdido toda transparencia bajo las cenizas. Vuelve la mano, ya libre, junto al cuerpo; toca sin interés la tela del jean oscuro. Un segundo después, esta, la tela, se arruga y cambia de posición, a la vez que las costuras quedan tirantes: el hombre ha flexionado las piernas y espera en cuclillas, mirando hacia adelante, suspendido en un solo pensamiento.
Una mosca zumba cerca de su oído (no sabe cuál) y ese sonido crece y decrece en el vuelo ilógico, generando una tensa incomodidad que él no razona, ajeno, como está, a su circunstancia presente. Ajeno, más bien, a todo lo que no sea esa porción mínima de materia que, terriblemente inmóvil, se extiende frente a él, en el suelo. Un zapato se arrastra de golpe para reacomodar el peso de su cuerpo flexionado, y roza apenas, con el canto de la suela, una mano desnuda y quieta. De su boca, más arriba, sale un suspiro largo y una sola palabra, como un rezongo: «Negra…».