La metáfora perfecta

Publicado por Guillermo Portela en

“…si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio,

bajo el mandato de un horror sagrado. Sienten que lo ha tocado el espíritu.”

J.L. Borges.

A veces, nada es como lo planeamos. Personalmente descreo de aquel que afirma que las cosas ocurrieron tal cual las había planeado. Más bien, me inclino a pensar que los bosquejos devienen en los hechos, de alguna manera, mejor o peor de lo cavilado, nunca igual. Pero esto ya habrá desvelado a algún sensato de toga atiborrada del sol del Peloponeso y, dos mil quinientos años atrás, lo ha de haber resuelto, o de no ser así, seguramente murió angustiado junto a todos sus esclavos.

De esta suerte amplia que pavimenta este adagio, huelga decir que el ejercicio de llevar adelante un plan obsequia ciertas veces desenlaces inverosímiles. En este caso, juzgar el resultado como un regalo o como un castigo depende del protagonista, el profesor, Leopoldo Ricci. Él, que no sabría asignar al fútbol un lugar en sus pensamientos y cualquier abstracción en la materia se le presentaba como una idea de extrema precariedad, me contó que alguna vez, cuando todavía se autoproclamaba, no sin fingida humildad, El advenedizo del aula,le encomendaron dictar una clase sobre figuras retóricas.

Desde luego, como no estaba en Leopoldo arraigada la liviana costumbre de tomar las cosas a ligera, afrontó el encargo con toda seriedad. Inmediatamente hundió las narices en los tropos helénicos; se hartó de retórica; se empalagó de metáforas e indigestó hasta las arcadas de hipérbole, de alegoría, de énfasis y antonomasia, de ironía y sinécdoque. Practicó en silencio, si es que esto se puede, la fonética de alguna que otra palabra que podría hacerle un nudo justo ahí, en el borde de la lengua. Se tiene la impresión, y la impresión es cierta, que determinadas palabras salen de la boca a medio cocer, sin acabar, y quien la escucha, porque ya la escucho cientos de veces antes, termina por digerirla. Sin embargo, cuando la palabra aterriza por primera vez en el oído, es necesario entender cada letra. Leopoldo lo sabía, y por eso, rumió una y otra vez esos términos candidatos a tropezar en los labios: si-néc-do-que, si-néc-do-que. Y justamente por esta, por la sinécdoque, había planeado comenzar. Y así fue como lo concibió en el bosquejo, escribiría en el pizarrón: synekdokhe (συνεκδοχή), en perfecto griego antiguo. Sabía, porque de advenedizo tenía poco, que desde el desconcierto que generaría este jeroglífico, desde esta ostentación de poliglotismo todo sería más fácil, cuesta abajo. Después citaría al Dante, mostraría algunos ejemplos en Quevedo o Samaniego y todo fluiría.

Sin embargo, esa mañana, una vez frente a la clase, dudó. Quizás, imbuido por la apatía de los oyentes o, sencillamente, porque ese no era el mejor de sus días, o, acaso el peor. Lo cierto es que, parado frente al aula, dudó, levantó la cabeza y volvió a dudar, caminó hacia el centro del aula y dudó una vez más. Pero esta vuelta, la duda no lo importunó. Esta vuelta no. Tal vez, el desparpajo de estar perdido lo liberó, mal puede estar perdido quien no sabe a dónde quiere ir. Por eso, aclaró la garganta, tosió dos o tres veces para ganar tiempo y comenzó más o menos así:

Hoy, no sabría explicar porque, me levanté pensando en una rana, no en una rana cualquiera, sino, en una cierta especie de rana sobre la que leí alguna vez, una que habita el Amazona, es muy pequeñita, venenosa y colorida. Esta rana tiene una particularidad: solo canta una vez al año, solo un día por un solo instante. Su croar se agota en menos de un minuto. Ese día es especial, es el primer día de celo de la hembra y el canto, o el croar, es el llamado al apareamiento. Es un alarido gutural que llena la jungla de un eco pastoso y preludia un silencio de cuatro estaciones. Esta rana, que causaría la muerte inmediata de cualquier predador que ose morderla, me recordó a un gran poeta. Un poeta retacón, chiquito, infla el pecho a lo compadrito ¡Ustedes lo conocen! ¡Seguro! Este poeta, una vez, frente a cincuenta mil personas, dos mil millones o tres mil o quién sabe cuántos más que lo miraban por la tele, se paró, cruzó los brazos, las manos apretadas en las axilas, infló el pecho y… todos callaron. Él miro para un lado, miró para el otro y volvió a inflar el pecho; y entonces sí, se colgó en una vocal que parcia eterna… No porque dudara, nada de eso, no piensen en eso, si hay algo que él no hace es dudar; esa vocal tal vez ese día, más que nunca, auspició como auspicia el marco a cualquier obra de arte; o quizás fue solo para darnos oportunidad a nosotros, a los de a pie; y por qué no para tomar carrera, como en un tiro libre, y entonces sí, cuando en todo Buenos Aires nadie hablaba, cuando toda Argentina solo escuchaba y el mundo entero era un oído pegado al parlante, él entonces sí dijo lo que podría ser la metáfora perfecta: “La pelota no se mancha”. Quien dice algo así no debería ser considerado hombre sino un dios, un poeta, y cualquiera debería poder matarlo, como en aquella tribu de los yahoos que devoraban los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud. 

En esas cinco palabras confluye toda la retórica toda, Demóstenes, Lisias e Isócrates; en esas dieciocho letras están todos los tropos. Todos. Porque en ese símil de inocencia que es “la pelota” está la sinécdoque más acabada; es el todo por la parte y la parte por el todo. Porque en esa “pelota” van a horcajadas las cuarenta y cuatro piernas; las veintidós camisetas; los arcos y las tribunas; el potrero y el antidoping. En esa “pelota” va a la grupa el episkyros y la calle Viamonte; el tribunal de disciplina, el área chica y la gambeta. En el cuero de esa “pelota” está cocido todo el fútbol, todo; es la metonimia exacta de lo imperecedero. Por eso mismo, esa pelota “no se mancha” porque es la idealización de un objeto, la hipérbole y sacralización de algo que rueda por el piso mundano, se ensucia y se patea y chapotea en la zanja, pero también se besa, se acaricia; es la alegoría cabal de un todo; es la ironía que junta a la biblia con el calefón. Es la impoluta metáfora porque el más desprevenido de los oyentes comprendió aquel día que la “mancha” no era ni de tierra ni de pintura, era de algo mucho más hediondo, corrosivo, era “la mancha” de la vida misma de cualquier bípedo. Y no es que este poeta redunde como nosotros acá pretendemos, mucho menos que empalague. Él conoce como nadie el minuto preciso de la puntada certera. Si hasta alguna vez supo corregir a un presidente y su torpe aliño de clase: “es barro maestro, no fango, barro, y se hace con tierra y agua. Ayer llovió”. Tampoco es que le resulte todo como lo planea, de ninguna manera, por eso, el poeta, si puede, busca refugio en la plebe, y un día, cuando ya no puede contenerse, cruza los brazos, infla el pecho y reduce el mundo todo a cinco palabras… 

Leopoldo no sabe por qué citó esa frase, cinco palabras que representarían la metáfora más acabada. El no sabría decir cuando la escuchó por primera vez, pero seguramente fue sin querer, como al pasar, sin creer que la estaba escuchando. Y se le fue metiendo como esas canciones que penetran en la memoria y un día, se encuentra uno tarareando entre dientes una melodía que ya no le es tan ajena.

Luego, la clase siguió, como siguen las clases, colgada en un silencio lleno de ruidos, colmada, como queda colmada la frondosidad más grande del mundo después del canto de una rana.

Ilustración:: Graciela Magri

Texto:: Guillermo Portela

Categorías: La letra descarriada