El gran emperador de China

Publicado por Pau en

El gran emperador de China

Me miré al espejo nuevamente, la constancia de que el del espejo era él y no yo lo certificaron unas gotitas blancas que quedaron en el vidrio después de cepillarme los dientes. Había tenido un sueño inquietante y, a diferencia de todos los demás sueños, a este lo recordaba en cada uno de sus detalles. Yo era el emperador de China, y estaba sentado en un trono que tenía largas patas doradas que me alejaban del piso unos tres metros. Lo primero que hice fue balancearme para probar su estabilidad, en mi casa las sillas tienen cada cual su propio movimiento, pero este trono era muy firme, el trono era de granito y estaba en el extremo de un salón enorme. Sentí una plenitud desconocida, o en realidad olvidada, la plenitud de un joven poderoso, tal vez, pensé, no haya gran diferencia entre un adolescente y un emperador, pero de todos modos pedí que me bajaran. Unos hombres que resultaron ser mis consejeros, discutían sobre una tragedia. Se golpeaban el pecho y prometían soluciones. Yo miré las paredes y no vi humedades, llovía y desde el techo de vidrio no caía ni una gota, había abundante comida a mi disposición ¿qué podía estar pasando? En casa cuando vemos una serie, mi esposa no quiere que pase el audio al español, dice que se pierde la musicalidad del original, tal vez por eso debajo de cada chino se formaba un subtitulado el cual leía atentamente. La tragedia de la que hablaban era una anomalía que había comenzado a transcurrir por mi cuerpo o en realidad por mi cabeza. De un día para el otro,  sin que mediara ningún acontecimiento de relevancia, sin justificación alguna, se me había empezado a caer el pelo. No hay chinos pelados, por eso los asesores tomaban esta desgracia como cuestión de estado. Habían convocado a médicos y magos de este y del otro lado de la muralla. Quién pudiese revertirlo sería inmensamente rico, pero el que fallara perdería la vida. Llegaron sabios desde los cuatros puntos cardinales y mis médicos analizaron las propuestas que eran miles. La selección fue exhaustiva y solo dos extraños personajes me fueron presentados. Uno de ellos decía haber venido desde el futuro. Traía una máquina de la que salía un fino haz de luz roja que podía regenerar las raíces del cabello. El más viejo de mis consejeros desconfiaba, decía que el tiempo era una línea inevitable e incorruptible y que cuestiones inimaginables podrían llegar desde el futuro, “cada tiempo solo está preparado para lidiar con aquello que provoca” dijo con respeto. Este argumento me pareció débil y me sometí a su tratamiento. Los rayos  fueron exitosos hasta que no hubo más electricidad. Algo que debo aclarar, es que mis  sueños son editados al tiempo con los hechos y si bien se les permite algún grado de vuelo, hay un verosímil que se respeta. No lograron ejecutar a este sabio ya que al darse cuenta de la falta de corriente rápidamente regresó a su época. El otro, se presentó como un curandero de la provincia de Jiangsu, traía pócimas y aceites de aromas más bien horribles. “Una prueba” le pedí antes de someterme a esos ungüentos. Se arremangó el traje de arpillera y me mostró en su brazo derecho  pelos largos y gruesos como los de las crines de los caballos. Acepté su viscosa propuesta, pero el curandero lejos de alegrarse me advirtió, “el aceite que le pasaré, señor emperador, es producto de la cruza entre culebra y murciélago, y como todo lo que da también quita, no ahora sino en mil años, una gran peste caerá sobre este imperio, y desde aquí, desde estas montañas perdidas en la niebla se extenderá al mundo entero, tal es el poder de esta loción”. Mi esposa dice que soy un narcisista, que me la paso mirándome el ombligo, y en ese sueño, siendo el emperador de China qué me podría importar el mundo dentro de mil años. “Adelante que mil años es mucho tiempo”, le dije. La recuperación fue absoluta y para mejor, un efecto colateral de la untadura fue el aumento de la potencia sexual. El hombre no quiso recompensa alguna y así como vino se fue, no sin antes decirme, “todas las olas, las olas, todos los hombres, el hombre”. Ahí fue que me desperté, y sentado en la cama repetí su última frase. Confundido, con ganas de que el sueño hubiese seguido, en el sopor la duermevela matutina, llegué hasta este baño. Me lavé la cara y al levantar la cabeza me sorprendió la visión  de un tipo que no era yo, pero al mismo tiempo también lo era. Había desaparecido mi calvicie y mi cabello era tan largo y abundante que terminaba en una trenza sujeta con un pequeño moño negro. Me cepillé los dientes, pensando que me afectaba una suerte de resaca y para hacerlo, tuve que acomodar la trenza sobre mi espalda. Fue ahí en que me miré al espejo nuevamente. 

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