Te escucho

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Te escucho

La idea se me ocurrió el 23 de marzo, a las seis de la tarde. Cuatro días antes Yani me había llamado para contarme que Blanca, su mucama, se iba de la casa para pasar la cuarentena en Berazategui con su marido. Yo creo que las mucamas deberían ser declaradas personal esencial, pero ahora tienen derechos, parece, y mi nieta la tiene anotada. Si Yani me llamó llorisqueando es porque le fallaron todas las otras opciones, la suegra, la madre, parece que las señoras tienen vida propia. La única infeliz que vive sola con la básica y la pensión es la abuela. Bisabuela de Joaquin, así, sin acento, se lo pusieron por el actor del Joker. Tiene dos años, yo en junio cumplo 76, una pebeta, y si la cuarentena se alarga al menos voy a pasar las fiestas con ellos y no sola como una ostra. Todas las mujeres tenemos nuestras desgracias pero a algunas se les nota en la cara. A Yani no, y eso que el marido se le murió en un accidente de tránsito. La indemnización fue muy buena, y yo creo que una cosa compensó la otra. Cuestión que me pagó el Uber y me vine con la valijita. Yani es psicóloga, con la cuarentena empezó a atender por Skype y alguien tenía que quedarse con Joaquin durante las sesiones. No había estado antes en su nueva casa, Belgrano R, jardín y pileta. Yo creo que la inteligencia se saltea una generación, porque mi hija no salió como mi nieta, así, independiente, metedora. Pensé que me iban a dar la pieza de Blanca, pero no, mi dormitorio está abajo y tiene su baño propio, es la habitación de huéspedes. No fue mi intención, pero todas las cosas se dan por algo. Después de dormir a Joa, pasé por el estudio donde atiende a los pacientes con la computadora. Las voces se oían con claridad y la palabra “cuernos” acaparó toda mi atención. Me quedé al costadito de la puerta entreabierta, escuchando la historia. El atorrante le decía que no eran cuernos porque la chica era irrelevante. Todos los hombres son una porquería, yo lo mandaría a la mierda, pero claro, yo no estudié como Yani, por eso vivo con la mínima y no en un palacio, como ella. Hice un esfuerzo por espiar por esa ranura que queda entre la puerta y el marco, el tipo era un cincuentón que estaba bastante bien. Casado con tres hijos y se metió con la secretaria, típico. La historia no me pareció interesante, pero de a poco, como una semilla que lentamente va germinando, la idea comenzó a crecer en mi mente como en una maceta. Estaba conmocionada. Me recosté al lado de Joa y empecé a acariciar su cabecita, mientras en la mía iba armando un plan. La cuarentena no duraría para siempre, en algún momento mi nieta ya no me necesitaría. Era ahora o nunca. ¿Cuánto me puede quedar? Antes de morirme quiero conocer Venecia. La información es poder, le oí decir una vez a un periodista, y es cierto. ¿Cuántos secretos conocería Yani? El nene se despertó y para que no molestara le puse la granja de Zenón; la granja lo emboba, se la pasa moviendo las manos y los pies mientras está sentado, perfecto. Volví al escondite. Me costó meterme en tema pero este estaba mucho mejor, era una señora cincuentona, o eso me pareció, porque hay una edad en que si no la podés ver de cerca no la sacás. “La elección de objeto no tiene sexo, solo deseo”, le dijo Yani, y a buen entendedor… La señora quería salir del closet. Volví al cuarto de Joa. Mi nieta, que es muy previsora, le había comprado un montón de cuadernos y hojas para que dibujara en la cuarentena. No había nada chiquito, agarré uno que decía A3, era enorme pero serviría por ahora. El tema era la lapicera, mi bisnieto tenía crayones y un solo lápiz. El único lápiz del cuarto, lo tenía agarrado y lo sacudía como una batuta mientras bailoteaba al son de “señora vaca, señora vaca, cuando en el campo yo la veo pasar con sus hijitos, le tiro un besito, mu, mu, mu”. En un pase mágico le saqué el lápiz y le puse en la mano un cepillo de dientes. Corrí hacia el estudio, la mujer seguía hablando. Tomé nota: nombre, medicación, nombre del marido. Me faltaba mucho todavía. A la noche, durante la cena, le pregunté a mi nieta cada cuánto tiempo atendía a sus pacientes. “Depende, una o dos veces por semana”. Deduje que sería en el mismo horario, así que después de lavar los platos me fui al cuarto y en la A3 dibujé una grilla. Tenía que estudiar los casos al menos durante dos semanas. El 31 se levantaba el aislamiento, pero seguramente tendría unos días más, el miedo siempre triunfa. Mi nueva tarea me entusiasmaba, creo que desde la secundaria que no estaba así, tan alegre, tan decidida. ¿Cuánto pagaría Jorge Luis por ocultarle los cuernos a su esposa? ¿Y María Ofelia, que le estaba haciendo el trabajito fino al marido pasándose propiedades a su nombre para después largarlo? A esos problemas los llamé “Problemitas”, al lado iba anotando datos, detalles. Dos semanas después ya tenía ocho candidatos, pero me faltaba la dirección, el teléfono y, de todos, el apellido. Esa noche vimos juntas la televisión, qué digo, un plasma de 65 pulgadas que además estaba en el TV room. ¿Puede una familia tener un cuarto para el televisor y yo vivir sola en un monoambiente? Esta desproporción se podría haber arreglado, pero ya no me quedaba tiempo. Cuando el presidente anunció el alargamiento de la cuarentena en el AMBA no pude dejar de aplaudir. Yani me miró asombrada, improvisé: “¡Que cojones tiene este hombre, todavía no están dadas las condiciones!”. “Abuela, ¿vos estás bien? ¿Te das cuenta de que siquiera vas a poder salir?, vos sos del grupo de riesgo”. Pensé que ser una vieja por primera vez me jugaba a favor. Inmediatamente me hice devota de San Alberto. Mi nieta salía a hacer las compras todas las semanas, pero se llevaba la llave del cajón donde tenía las fichas de los pacientes. El entusiasmo debe agudizar la inteligencia, porque después de devanarme los sesos toda la noche, la solución me vino así, de la nada. Los cerrajeros eran personal esencial, y recordé que había visto uno a dos cuadras, cuando vine con el Uber. Durante el día ella dejaba el llavero, así que solo necesitaba que se alineasen los planetas. Ocurrió un miércoles, durante la sesión de Juan Cruz, a las seis. En ese horario la cerrajería estaría abierta. Me aseguré de que Joa estuviera dormido y salí. Tenía cuarenta y cinco minutos. Llegué a lo del cerrajero, le expliqué que era una urgencia, le imploré y antes de media hora estaba de vuelta con la copia de la llave del cajón. “Señora, a usted no la tengo del barrio”, me había dicho el tipo. Para despistarlo, me quejé de la cuarentena, con eso bastó. Mientras le daba al torno, el tipo decía que había sido anticipada y daba un montón de ejemplos de un montón de países. San Alberto, no te preocupes, vos seguí con tu plan. Cuando Yani salió a hacer las compras fui hasta su estudio. La llave funcionó perfecto. Fotografié con el celular las ocho fichas; como me lo imaginaba, estaban ordenadas por nombre propio. Con el primero que me comuniqué fue con Eduardo Cichetti, el de los cuernos irrelevantes, que ahora había embarazado a la piba. Le pedí veinte mil dólares por mi silencio. Me preguntó de dónde había sacado los datos, le dije que esto era un currito, que trabajaba en espionaje para un servicio extranjero y me estaba haciendo un extra. “Esto pasa por contratar personal argentino”, dijo el tipo. “Mirá, si se lo decís a alguien, aunque sea a tu mejor amigo, te mato a todos tus hijos y a tu madre, y si está muerta, la desentierro y te la mato de nuevo, ¿entendiste?”. Error, esta frase era de Pablo Escobar, la había escuchado en El patrón del mal, pero igual me creyó. “¿Cómo hacemos?”, preguntó. “Te paso mi CBU”, le dije, “y no te hagas el vivo, nada de dólar solidario, depositame valor dólar blue”. “¿A un CBU?”, preguntó asombrado. “Sí, así de seguros estamos”. Le pasé la cuenta del Banco Provincia donde me depositan la jubilación. A los dos días entró la guita. Eduardo cumplió con el trato y ni siquiera se lo dijo a Yani, se ve que los pacientes no cuentan todo. Pasaron los días y Joa me empezó a caer bien, dibujaba círculos, cuadrados y después, ¡qué satisfacción!, una casita. Un genio mi bisnieto. La granja de Zenón me vino perfecta para la convivencia, la madre trabajaba muchísimo y el nene un par de veces por día entraba en síndrome de abstinencia, yo se la alargaba, no de sádica, por supuesto, es que cuando por fin le encendía la tele, tenía la misma alegría que yo cuando cobraba la jubilación. Los pacientes de Yani eran de mucha plata, no me fue difícil juntar cincuenta mil dólares más, en pesos, claro, no tengo cuenta en dólares. San Alberto extendía indefinidamente la cuarentena y el plan seguía adelante. A los tres meses mi nieta me dijo que le parecía injusto que yo no cobrara por mi trabajo, que sin mí su vida hubiera sido imposible. La acompañé hasta su estudio, detrás de un cuadro había una caja fuerte con muchísimo dinero, pero mucho, mucho, supongo que de la indemnización. Me hice la distraída mirando de reojo las pilas de diferentes colores. “Te merecés esto y mucho más”, me dijo, y me dio tres mil euros. “Mamá me contó que tu sueño era conocer Venecia, abuela. Con este dinero te va alcanzar, hasta podemos ir juntas, nada más tenemos que esperar que pase todo”. Me abrazó y nos pusimos a llorar como lo que éramos, dos personas de la misma sangre que se querían mucho. No quería abusar, así que decidí hacer la última operación. El tipo se llamaba Alejandro Stratto, un cagador serial, no estaba en tratamiento por eso, sino por un ataque de pánico, pero ya estaba mejor. Me comuniqué como siempre, había adquirido práctica y obviamente me salía bien. Le empecé a nombrar sociedades, paraísos fiscales, pero nada parecía asustarlo. Lo apreté: “sé que vas a mandar todo a Calabria INC”. Ahí el tipo me cortó y no me volvió a atender. Esperé dos días pero no me animaba a llamarlo. Muy temprano, justo el día ciento treinta de la cuarentena, llegó la policía, eran al menos diez, todos con barbijo, y entre ellos, con un traje impecable, estaba Alejandro Stratto. Traía una orden del juzgado, una orden de arresto contra Yani. La esposaron. “Quería estar presente y mirarte a la cara, lo de Calabria solo te lo había dicho a vos. Te lo dije en varias sesiones, no soy ningún pichi. Hasta que no estés presa no paro”. Yani le pidió al oficial hablar unos minutos conmigo. “Ya todo se va a aclarar, abuela. Escuchame, la llave de la caja fuerte está en mi mesa de luz, ahí vas a encontrar todo el dinero que necesites, cuidalo a Joa. Te quiero, abuela”. Nos abrazamos como en una despedida. Parece que las cosas se le complicaron a Yani. No era lo que esperaba, pero la vida a veces da unas vueltas muy raras. Hablamos todas las semanas por teléfono, esto va para largo. Voy a alquilar mi monoambiente, hablé con una inmobiliaria y lo que me ofrecieron me pareció razonable. Lo único que les pedí es que junten todas mis cosas y se las manden al Ejército de Salvación. Les pasé mi CBU para los depósitos. La casa es enorme para Joa y para mí. El exterior está bien cuidado, vienen el jardinero y el piletero, que son padre e hijo. Dicen que tienen permiso, pero no les creo. El padre está bastante bien y bronceado de estar todo el día al sol, debe tener unos diez años menos que yo. Lo invité a tomar el té este sábado. 

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