Obra maestra

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Cuando reformamos la casa de Villa Crespo el garaje de al lado estaba cerrado. Las sucesiones tardan, sobre todo cuando hay hijos avaros. Terminamos la obra en siete meses, todo un récord para su tamaño y la cantidad de detalles que se me iban ocurriendo. Cambiamos tres arquitectos en el camino, los dos primeros renunciaron y al tercero lo eché yo personalmente. Mi marido era demasiado legalista, yo no. Hacerse una casa es un privilegio, esto me dijo el primer arquitecto y tenía razón, pero una casa es una suma de detalles y ninguno estuvo a la altura. El dinero no era un problema, desde que habíamos conseguido la exportación de sábalos a China lo que nos sobraba era dinero. Construir es hermoso, tendría que haber sido arquitecta. Aunque de algún modo construí algo desde la nada, la empresa exportadora. El olor a pescado es un asco y los pescados también, pero en la oficina son simples números. Como con los juguetes o los arreglos de navidad lo que realmente importa es que nada salga de control. Me encantaba ponerme el casco y darles órdenes a los obreros. Me respetaban, fui muy exigente pero también generosa, el ser humano funciona así, órdenes y recompensas. Cuando encargué el mueble de cocina los de la Cucina ideale cometieron un error, pusieron el monto de la mitad de la compra como pago total en la factura. Fácil, les dije que según los papeles ya les había pagado todo, pero a no asustarse, les pagaría el saldo si  mi cocina quedaba perfecta, como la del catálogo y así fue. Amoblar una casa de esas dimensiones es un gran esfuerzo, el diseño no es difícil, para eso están las revistas de decoración, pero los carpinteros no cumplen con los plazos, y hay que apretarlos. A  mi marido cuando eché al primer arquitecto le dije, “vos volvé para la inauguración”. Cuando la terminamos me felicitó, mis hijos también. Los problemas, los verdaderos problemas comenzaron cuando pusieron al garaje de al lado otra vez en funcionamiento. Los ruidos de la obra me los banqué y no les quedó mal. El tema, el gran tema arrancó con el semáforo sonoro en la entrada. La primera noche casi me caigo de la cama, un pitido horrible, un pitido intermitente fuertísimo. Él no se despertaba con nada porque era así, medio paspado y mis hijos salieron al padre. Pero yo estoy siempre alerta y bajé a gritarles con la bata rosa, las chancletas y la cara de loca que me sale perfecto. ¿Y qué hicieron los del garaje? Llamaron a la policía. Así comenzó todo, con la ley entre los dos. Los llené de denuncias, pero hay una cantidad de decibeles que están autorizados y los inspectores llegan hasta ahí. Pasé varias noches atenta y cuando entraba o salía un auto sacaba medio cuerpo por la ventana y los insultaba. Hice lo mío también, cambié todas las ventanas del frente por las de vidrio doble, la cosa mejoró, pero se seguía oyendo hasta desde el jardín. Para esa época comencé con la Sentralina 50 mg. Está buena esa droga, me daba la serenidad para volver a ser la de antes, más fría; había un enemigo y al enemigo ni piedad. Para mi familia ya estaba recompuesta, solo estallé el día en que mi marido me propuso cambiarle a mi hijo menor la master suite por su dormitorio que daba al parque y era muy silencioso. ¿Cómo podía proponerme él, mi marido, una rendición? Le dije de todo, incluso le di un par de cachetadas para que se despierte, para que entienda que todo lo que tenía me lo debía a mí. ¿Y qué hizo el mediocre? Se fue. La cosa andaría mal de antes como le dijo a mi abogada, pero esto ya estaba calculado, los bienes estaban todos a nombre mío. O son daños colaterales, no lo sé, sí sé que siempre luché sola y lo seguí haciendo. Compré varios libros de ayuda, Las 33 Estrategias de la Guerra de Robert Green, De la guerra de Von Clausewitz y una genialidad, El arte de la guerra de Sun Tzu. “Debes fingir debilidad para que el enemigo se pierda en la arrogancia”, tenía ganas de pintarlo con aerosol en la pared como hacen los chicos, pero lo escribí en mi agenda con marcador y letras grandes. Dejé pasar un tiempo, había que despegarse del momento de furia. Los hice robar tres veces, pero siempre les pagaba el seguro. La última vez la cosa se fue de las manos y hubo unos tiros, hirieron al sereno. No era mi intención, pero el seguro, todos los seguros dejaron de darle cobertura. Ellos no sacaban el semáforo sonoro, entonces preparé mi gran estocada. Les hice incendiar el garaje. Es verdad que las llamas tomaron también mi casa y que a la nena se le quemaron los brazos, son cosas que pasan en las guerras. Ella quedó bastante bien con los injertos y como yo había aumentado el monto del seguro contra incendio me dieron una fortuna. Ahora estoy reformando otra, lejos de la ciudad, por San Isidro, es enorme y la compré por chauchas, el departamento que alquilé mientras tanto es muy cómodo, pero esta casa, la de San Isidro, la que está al lado de la escuela, va a ser mi obra maestra.

                                                                                                

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