Los atributos del viento

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A Adriana Romano y su generoso imperio

Cuando gané el segundo premio en el “Yo te cuento Buenos Aires”, el primero lo hizo con una historia que sucedía en un bondi.

Mi cuento trataba sobre un excombatiente de Malvinas que pasaba sus días arriba, en la meseta de la plaza San Martín, cerca de la estatua. No se atrevía a descender la colina, creía que abajo, en el cenotafio donde están los nombres de todos los muertos, también estaba grabado el suyo. El del bondi era el encuentro de una monja y un pibe que se excitaba mirando el surco de unos pechos, ese cañadón de gelatina que se agita con el movimiento. La monja termina, literalmente, en la casa de él. De esto hace cuatro años, la monja y el pibe deben seguir con sus deseos, pero no ya sobre los bondis, no son personal esencial. El excombatiente lograba bajar la colina de la mano de una chica pelirroja que tenía media cabeza rapada. Si su nombre está grabado o no en el cenotafio es algo que aún no sé. La historia del bondi tenía un final conclusivo, la del excombatiente no. Al cuento lo escribí en un bar de Caballito sobre la avenida Pedro Goyena, el bar donde ahora escribo estas notas. Ya no estoy adentro con mi compu sino afuera, bañado en alcohol y con barbijo. Escribo en un anotador que se parece a las comandas que entonces llevaban los mozos. En mi cuento la tensión la creaba el miedo irracional a la muerte, aquí afuera también. 

Los personajes del bondi ya no podrían conocerse en el bondi y el excombatiente jamás hubiese estado aquí, paradójicamente en esta intemperie llena de mesas guardando distancia. 

Hoy es domingo, por Pedro Goyena pasan algunos autos en un único sentido, ni idea hacia dónde van, pero desaparecen después del cuarto semáforo. El café aún conserva su aroma, pero ya no sube directo a las narinas, el viento se lo lleva formando con otros olores un único olor a ciudad. Una ráfaga se afana la punta de una medialuna, y el vasito plástico oscila, pero solo decide moverse en línea recta unos pocos centímetros. No intervengo, dejo que la naturaleza haga lo suyo, que pase sobre la mesa en una ráfaga tímida de descontrol. Mi bar ya no es mi bar, mi bar estaba ahí dentro donde ahora las mesas soportan las sillas dadas vueltas. Sillas y mesas marrones como monstruos de mil patas. 

Todo cuento termina donde el escritor quiere, pero en algún lado las historias continúan. El pibe tal vez le haya contado a otros pibes su historia del bondi. La monja debe haber seguido siendo monja, de clausura, encerrada en un claustro rogando a Dios que la perdone y a la vez volviendo a pedirle que se pueda viajar en transporte público, explicándole que después de todo, el desliz transcurre en un cuento. El mozo me saluda desde atrás del cristal y el prisionero parece ser él. No sé cómo siguió mi cuento, pero me gusta la idea de que la pelirroja y el excombatiente pegaran onda, que 

él hubiese sido un fantasma y ella también. Justo en la mesa de enfrente se sentó una mujer, es hermosa. Trato de adivinar su edad, pero soy torpe para eso, podría tener treinta y cinco, cuarenta y cinco o cincuenta, esa edad donde la belleza se ha asentado y toma algo prestado del alma. El barbijo negro resalta sus ojos grises como lo hacen los hiyab. Se lo baja para tomar el café y abre un libro. El viento ahora me pega en la nuca y a ella en la cara, me mira y la miro, nos sonreímos. No pasa nada, creo que la edad me ha hecho inofensivo y sin embargo desde lejos señala mi anotador y me pregunta, ¿escribís? Un bondi, el 126 se detiene en su parada.

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