La mesa era alargada y a los cuatro nuevos nos sentaron en la cabecera de espaldas al pasillo. Los otros siete, que nos fueron presentados como “el grupo de los alumnos estables”, ocupaban los lados restantes del rectángulo. El encuentro sucedió durante una noche del veranito de San Juan y, a pesar del calor que hacía en la ciudad, el galpón donde funciona el “taller de escritura”, estaba helado y un viento frio nos pegaba en la espalda. Tal vez por eso la mesa me pareció un bote flotando en un mar quieto. Si comenzábamos a navegar, los nuevos, los de la proa, no podríamos ver hacia dónde iría la nave. Esto no me inquietaba. El único rumbo posible era a través del pasillo, cruzando la cocina y la recepción, hacia Acuña de Figueroa. Los de estribor miraban a los de babor y los de popa se miraban entre ellos. Nadie nos observaba a nosotros y, por un momento, me sentí “Garabombo el invisible”. En realidad, solo fue un momento ya que me topé con los ojos de unos de los “nuevos” que me apuntaba fijamente. El tipo era bajo y robusto. La cabeza ovoide, que omitía el cuello para unirse al cuerpo, estaba totalmente rapada a lo Mussolini. Por razones que explicaré más adelante lo llamaré Lex Luthor.

Sin preámbulos, el profesor fondeó la lectura y luego comenzó con los escritos de dos de los tripulantes.

Durante diez años fui casi totalmente fiel a un taller, donde me instruí no solo en las reglas de la escritura, sino también en la impía rigurosidad de la crítica. Nada, desde la debilidad de una estructura a una miserable vocal sin tilde escapaba airosa si era leída ahí. Pero en este mar frío todo era diferente. Los textos, cualquier texto que el profesor leía, derivaban en algo positivo, en una idea novedosa o en un posible argumento. ¿Es que acaso durante una década había mamado la amargura del pecho malo y en ese bote estático, por primera vez, succionaba la potente vodka del bueno?

Me parecía estar iniciando una Perestroika literaria, cuando noté que todos en el bote teníamos los pies en el agua. Como el mar, además de quieto era sólido, no chapoteábamos, pero se hacía obvio que no podíamos estar a flote por mucho tiempo más. Noté también que el profesor no se sentaba con nosotros, sino que caminaba alrededor de la mesa. Aceleraba su paso o se detenía, apareciendo o desapareciendo de mi vista según su posición. Descarté una enseñanza peripatética. Esto era diferente: si nosotros flotábamos solitarios en el mar, el profesor no podía representar ninguna otra cosa que el acecho de un tiburón. Tal vez nada inquiete tanto como la muerte ni nada seduzca tanto como el miedo. El tiburón, entonces, era la pieza imprescindible para mantener a nuestros sentidos alerta, y a nuestras mentes en el punto justo de la lucidez.

Me costó unos veinte minutos adaptarme a esta situación, a empezar a ser un poco como los “alumnos estables”. Fue entonces que el profesor leyó unos párrafos de Cartas entre un padre y un hijo de V. S. Naipaul. En los textos de las cartas que van y vienen, Naipaul y su padre se estimulan mutuamente a escribir. En realidad cada cual es un entusiasta fan del otro, y esto se revela en la escritura que es cálida y fluida. Seguramente por contraste, recordé Carta al padre, de Kafka. En realidad, me recordé conmovido leyendo en el bondi esa lista de brutales reproches. El texto es desgarrador porque Kafka lo escribió desgarrándose. Un padre abusivo y un hijo con miedo, la culpa, el hostigamiento.

Volviendo a Naipaul, una chica muy bonita del grupo de los siete opinó que este escritor padecía de un importante Edipo y que su padre no era otra cosa que un castrador invasivo. Mientras los otros seis aprobaban con movimientos de cabeza el diagnóstico de quien seguramente era su líder, yo no podía dejar de pensar en Kafka. Pensar en Kafka, claro, era pensar en mí mismo, porque a esa inmensa e irremediable tristeza, esa sensación de abandono, bien la podría haber descrito yo.

Las relaciones entre padres e hijos son complejas, tanto que las cartas de Naipaul también me representaban, no ya como hijo, sino como padre. A los quince años sabía que iba a ser escritor, soñaba con eso y me guiaba la más fuerte de las convicciones. No tengo la menor idea de por qué once años después me recibí de arquitecto. O tal vez la tenga y se relacione con los reproches de Kafka. Pero el juego de coincidencias me resultaba notable. Es que mi hijo y yo escribimos. Él se formó en el palo de la publicidad y yo, leyendo y en los talleres. Si la escritura fuese la resultante de la maceración de las experiencias, podría decir nuestras historias son bien distintas. Dada mi edad me definiría como un “escritor tardío”. Entré tarde en la cuba de roble, pero además, me olvidaron ahí dentro, diría, al menos unos veinte años. Lo que salió, esto que soy, dista mucho de un mediocre vino o de un pobre licor. Creo que estoy en un punto indefinido entre el vinagre y el aceto balsámico. Mi hijo, en cambio, es un tempranillo, hizo todo en su punto y surgió del añejamiento en el momento exacto en el que el enólogo literario lo dispuso. Él embriaga con sus escritos y yo, por el momento, solo puedo condimentar una ensalada.

De todos modos como Naipaul y su padre, nos estimulamos mutuamente en este complejo oficio. Nos hablamos de igual a igual, aunque en él hay una cierta indulgencia y en mí una evidente admiración.

El taller, ese viernes, giró por un sitio inesperado. No tenía la menor idea de que Naipaul había mantenido esa correspondencia con su padre unos sesenta años atrás. Supongo que sus cartas tenían las mismas intenciones que nuestros mails, después de todo, queríamos lo mismo, preservar lo distintivo de nuestros genes. Algunos preservan el amor a una camiseta, otros transmiten por generaciones la ambición por el dinero, pero el helicoide de nuestro ADN está formado por letritas. “Naipaul mata a Kafka”, pensé.

Cuando el profesor dio por terminada la clase, todos bajamos ilesos del bote, y tuve la sensación de que ya no hacía tanto frío. Yo me fui pensando en las cartas de Naipaul y en lo que había pasado cuando Lex Luthor me habló en la mesa, pero eso, como dije, lo voy a contar en otro momento. Quizás el próximo viernes.

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